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VERANO DE 1995

  Julio de 1995. Apenas había transcurrido un día, con su insomne noche, que habíamos abandonado el tren Madrid-Portbou. En ese momento, el peso del cansancio se dejaba sentir por mi cuerpo, pegajoso   de sudor, plomizo a la suela de las sandalias. Otra vuelta: Rambla arriba, Rambla abajo. Demasiado tiempo   con Teresa, buceando   entre las hojas de los “ Mil Anuncios “ por palabras, escrutando las páginas de “ Clasificados” de la Vanguardia. Mirábamos cada escaparate, cada portal   en busca de alguna señal, de cualquier anuncio atrayante. Necesitábamos encontrar un lugar medianamente decente para descansar, despojarnos de la fatiga de tantos kilómetros acumulados. El futuro se nos abría como un abanico de circunstancias inciertas. Paramos en unos asientos recalentados, con las mochilas en el ardiente suelo de las Ramblas. Observamos la ingente marea humana que nos engullía con sus variopintos vestidos. Estatuas humanas, una de un Àngel dorado, otra de un Cristóbal Colón, otra más,

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